domingo, 8 de febrero de 2015

... dándome a mí, el beneficio de la duda.

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Vestía situaciones a medio justificar con los cordones lo suficientemente sueltos, y así se dejó ir. Los ancianos a menudo hablan del halo de su alegría al caminar, de tiempos en los que aún sus ojos ignoraban las suturas de los días por venir. 

Yo la vi marchar. Con las ceras en el maletín y el scalextric en paradero desconocido. Pedía cada  noche un cambio al porvenir, y aún así, sonreía a cada tarde en ciernes con la expectación, que le devolvía cada mañana ese brillo, en imágenes relucientes de las horas que aún quedaban por jugar.

Resistente a este presente - ella no lo habría soportado -, yace su cuerpo entre lirios morados y violetas secas desde verano - nadie la recuerda con bufandas de plegarias, abrigada de recuerdos, que no permite que la abran en canal -. Ella no lo habría soportado. Y por ello, y para la incomprensión de quienes no miramos, desapareció. 

Su pelo enredado y la sonrisa bailarina de tu salón. Entre el halo de los alces y las águilas, perdida de entendimientos, se quedó dormida - o eso cuentan -. Sin embargo, pocos vimos el sigilo de sus pasos recular hacia aquella puerta, la tenue oscuridad que cernía su rostro al mirarnos mientras se alejaba - y hablar y comer, reír y como cerdos educados y mentir y comer y hablar y adiestrados, dejar de vivir -. Sus ojos no reflejaban terror, tampoco incomprensión, fueron sus labios soledad quienes me avisaron: Aceptaba lo inevitable, pero ella ya no pertenecía a esta arena. Me avisaron. Ya no nos miraba. Ya no la podía coger, se fue; yo la vi marchar, ...