sábado, 20 de julio de 2013

Apego

Cuando, infeliz, postrado por el hombre y la suerte,
en mi triste destierro lloro a solas conmigo,
y agito al sordo cielo mi grito vano y fuerte,
y, volviendo a mirarme, mi destino maldigo,
y sueño ser como otro más rico en esperanza,
tener su mismo aspecto, gozar sus compañías,
y envidio el arte de éste, del otro la pujanza,
hastiado aún de aquello que me daba alegrías;
si en estos pensamientos mi desprecio me espanta,
pienso en ti felizmente, y entonces mi consuelo
como una alondra a orillas del día se levanta
del mundo oscuro, y canta a las puertas del cielo.

Tal riqueza me ofreces, dulce amor recordado,
que desdeño cambiar con los reyes mi estado.

William Shakespeare.


¿De veras? ¿En serio, Shakespeare, poeta entre poetas, enamorado del propio amor, hijo predilecto de chronos y padre la mismísima afrodita, estaba equivocado? ¿En qué momento dejamos en sus manos nuestra sonrisa y abandonamos nuestra suerte a su deseo? ¿Cuándo dejamos de amarnos y pensamos que amábamos, tan solo por ser amados?